13 de junio fiesta de San Antonio de Padua en la Parroquia franciscana de Barquisimeto, "Nuestra Señora de Altagracia". Calle 20 entre carreras 19 y av. 20. Hora 6:00 p.m. Eucaristía y bendición de los panes
La llamada dentro de la llamada: Antonio, de canónigo regular a fraile menor
Cuando fueron traídas de Marruecos las reliquias de los primeros mártires franciscanos (Berardo y compañeros), se divulgaron por los reinos de España los muchos milagros que Dios hacía por sus méritos. Oyendo el siervo de Dios Antonio, canónigo regular de san Agustín, los milagros que por ellos se obraban, se confirmaba en la fortaleza del Espíritu Santo, haciéndose más firme su fe. Decía en su corazón: ¡Oh, si el Altísimo quisiera hacerme partícipe de la corona de sus santos mártires! ¡Oh, si pudiera ofrecer mi vida por Cristo!
Habitaban entonces no lejos de la ciudad de Coimbra, en un lugar que se llama San Antonio dos Olivais, algunos frailes menores, los cuales, según la regla de su Orden, iban frecuentemente a pedir limosna al monasterio donde moraba el siervo de Dios Antonio.
Acercándose un día a ellos, como tenía por costumbre, para saludarlos, les dijo:“Hermanos, de buena gana recibiría vuestro hábito, si me prometéis que, una vez aceptado entre vosotros, me enviaréis a tierra de misión, para poder así yo también merecer ser hecho partícipe de la corona junto con los santos mártires”. Volvieron los frailes gozosos al convento, y quedó el siervo de Dios Antonio para pedir licencia al abad del monasterio donde residía sobre lo tratado. A duras penas, y a fuerza de ruegos, pudo recibir la licencia de su abad para vestir el hábito de los menores. No olvidados de la promesa, llegaron los frailes de buena mañana, según lo convenido, y vistieron con premura al siervo de Dios el hábito franciscano en el convento.
Apenas concluido el rito de admisión, se acercó uno de sus antiguos hermanos, de los canónigos regulares, y con amargura de corazón, le dijo: “Vete, vete, que serás santo”. El siervo de Dios Antonio, volviéndose a él, le respondió humildemente: “Cuando oigas que soy santo, alabarás al Señor”.
Tras reponerse del terrible naufragio en costas sicilianas, Antonio se dirige a Asís, donde conocerá al hermano Francisco. Allí participa en el Capítulo de las esteras de 1221. Al finalizar, los ministros provinciales, como era costumbre, enviaron a sus lugares respectivos a los frailes a ellos encomendados, y sólo Antonio quedó abandonado en manos del ministro general, ya que, por ser desconocido y creerlo hombre inexperto y de poca utilidad, ningún ministro provincial lo había solicitado. Finalmente, llamando aparte el siervo de Dios Antonio a fray Graciano, que era entonces ministro provincial de la Romaña, empezó a suplicarle que, pidiéndolo al ministro general, lo llevase consigo a la Romaña. No hizo la mínima alusión a sus estudios, ni de su boca salió palabra de orgullo sobre su ejercicio del ministerio eclesiástico, sino que, escondiendo sus letras y su inteligencia por amor a Cristo, proclamaba querer saber, desear y abrazar a sólo Cristo, y éste crucificado.
Admirando fray Graciano la extraordinaria devoción de Antonio, accedió a sus ruegos y lo llevó consigo a la Romaña, al eremitorio de Montepaolo, donde, alejado de las gentes del mundo, se dedicó a la oración y a los trabajos más humildes.
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